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—Muchas gracias, así lo haré señor. Y por favor, cuide mucho de mi pequeña pandilla — dijo el niño con una sonrisa.

Hugo atravesó la verja, dio unos cuantos pasos y se giró. Echó un último vistazo a todas las instalaciones con sus enormes y brillantes ojos, y se despidió con la mano de su profesor, que permanecía allí de pie reprimiéndose las ganas de salir corriendo a buscarlo. Después, el niño miró hacia delante y siguió su camino con paso firme.

A medida que se iba alejando del lugar al que había pertenecido casi toda su vida, fue notando cada vez más fuerte el miedo que tanto había intentado esconder durante los últimos días. No tardó en sentirse desorientado a pesar de que el pueblo apenas estaba a unos doscientos metros de donde se ubicaba el orfanato, miraba para todos los lados sin saber muy bien hacia donde debía dirigirse y su corazón empezaba a notar la angustiosa soledad que conllevaba su situación.

Siguió caminando por una calzada de tierra que terminaba en un puente que no tardó en cruzar, se vio en medio de lo que parecía una rambla, con una avenida de cemento y algunos bancos a ambos lados con varios árboles, ya con las primeras señales de que el otoño se estaba acercando. Según caminaba iba descubriendo la desolación de aquel lugar, prácticamente desierto y descuidado. Se fijó en que en uno de aquellos bancos había un hombre mayor durmiendo, vestía ropaje antiguo y estropeado y parecía estar tapado con algunos mantas y periódicos viejos. Al pasar por su lado, observó su rostro, con barba blanca larga y descuidada y medio cubierto por una gorra de pana algo deteriorada, tenía los ojos cerrados y parecía que estuviese algo enfermo, porque le costaba respirar y tosía de vez en cuando. No lejos de aquel hombre, en otro de los bancos, Hugo vio a otro hombre sentado y silbando, era más joven aunque igualmente descuidado, y parecía estar leyendo un periódico mientras un pequeño perro vagabundo le merodeaba. Hugo no pudo resistir la tentación de acercarse hasta el animal y éste no tardó en rondar al niño  que se agachó para acariciarlo.

—Vaya, parece que le gustas — dijo el hombre descubriendo su cara al bajar el periódico que la tapaba.

—¡Qué juguetón es! ¿Es suyo? — preguntó Hugo sonriendo.

—Bueno, hace unas semanas comenzó a seguirme y desde entonces no se ha separado de mí, así que podría decirse que es mío, sí — contestó el hombre encogiéndose de hombros — ¿Y tú, muchacho? ¿De dónde vienes con esa mochila?

—Acabo de salir del orfanato — respondió Hugo con resignación — ya había llegado el momento y tuve que irme como los demás.

—Sí, algo escuché sobre las normas que impusieron en aquel sitio. ¡Qué barbaridad! Echar a los niños con tan solo diez años de aquel lugar, sin tener ningún sitio al que ir y sin ningún tipo de porvenir.

—Bueno, supongo que lo hicieron por un buen motivo, allí hay muchos niños y ya están al límite de su capacidad. Y siguen llegando más, así que no queda de otra. Por cierto, soy Hugo — dijo el muchacho alargando la mano y tratando de presentarse.

—Yo soy Lucas, pequeño Hugo, y aquel viejo chiflado de allí es Zacarías — dijo el hombre estrechándole la mano y señalando al anciano que Hugo había visto con anterioridad y que parecía incorporarse de su siesta.

—Pues es un placer conocerles, señor.

—Y dime chico, ¿a dónde piensas ir? — preguntó Lucas desconcertado ante la forma de actuar del niño — Porque, como puedes observar, en este pueblo la cosa esta realmente mal, hay muchos mendigos y gente sin hogar como nosotros y los pocos afortunados que tienen trabajo no son muy solidarios que digamos.

—Pues aún no lo sé, sólo sé que mis padres tenían una casa en este pueblo. Si supiera en qué lugar se encuentra, quizás tendría un sitio donde quedarme y… podrían venir conmigo — le explicó Hugo, tratando de darles alguna esperanza a aquellos hombres.

—Créeme que no hay ninguna casa abandonada en este pueblo chico, las pocas que había ya hace años que fueron derruidas o incendiadas, ¿recuerdas algo de tu casa?

—Pues era muy pequeño cuando vivía allí — respondió el niño intentando hacer memoria — pero me acuerdo de que era de madera y en la entrada tenía un pequeño jardín y mi padre tenía allí un carro con unas ruedas grandes, era donde yo solía esconderme cuando jugaba con él.

Lucas se quedó un rato pensando y visualizando todas las casas del pueblo en su mente, hasta que al fin recordó:

—Ya sé cuál es tu casa chico, era la que estaba al lado del taller de los hermanos Sánchez.

—¿Era? — preguntó Hugo sorprendido.

—Sí chico, hace unos años esa casa fue ocupada por un pequeño grupo de indigentes, y hace dos inviernos, para tratar de guarecerse del frío, hicieron una pequeña hoguera dentro que se les descontroló, hasta que calcinó la casa por completo… y ese carro del que tú hablas es, por lo visto, lo único que pudieron salvar los bomberos cuando llegaron — explicó Lucas con pena en sus palabras, mientras Hugo resoplaba al escuchar la historia.

—Pues ése era el único plan que tenía — dijo Hugo rascándose la cabeza, tratando de encontrar otro plan que le valiese para poder al menos pasar esa noche.

—En este pueblo está todo muy mal, Hugo, además hay un par de chicos, algo más mayores que tú y también sin hogar, que se dedican a ir robando por las tiendas y en el mercado. Así que, gracias a ellos, nos meten a todos en el mismo saco, como ladrones, y cuesta mucho conseguir algo tan simple como comer cada día. Y si a eso le añades que la solidaridad por este lugar se ha ido perdiendo con el tiempo, podrás darte cuenta de que no es nada fácil estar solo y en la calle.

—Pues sí que lo tenemos complicado… — Hugo se quedó pensativo por unos instantes, que no quería sentirse derrotado — Pero bueno, supongo que algo se me ocurrirá… Daré una vuelta por el pueblo y trataré de pensar en una solución — dijo al fin.

—Muy bien chico, te acompañaría pero es que hay veces que, sobre esta hora, suele pasear una mujer mayor con su perro, y siempre que viene nos trae alguna cosa para comer tanto al perrito como a nosotros, y como te he contado, no estamos como para desaprovechar esos pequeños actos de solidaridad que de vez en cuando alguien tiene con nosotros — explicó el hombre acariciando al pequeño animal.

—Descuide — Hugo entendió perfectamente la situación, se despidió amablemente y quedó en volver más tarde.

Al acercarse al pueblo, pudo observar varias tabernas por la zona, un par de carnicerías, una panadería, una barbería y algunas tiendas de ropa. Mientras caminaba por la acera de una de aquellas calles, también observó varios indigentes pidiendo algunas monedas con una gorra en la puerta de un supermercado y pudo corroborar lo que le había contado Lucas un rato antes, puesto que nadie se paraba a dar ninguna moneda a ningún necesitado de los que allí había.

Lo cierto es que aquellas imágenes eran desoladoras, aquellas pobres personas acercaban la gorra a los que paseaban cerca de ellos, y agachaban la cabeza con rostro humilde y desesperado, pero parecía que nadie los tenía en cuenta. Muchos ni volvían la cabeza para mirarlos si quiera.

Hugo observaba aquellas escenas lleno de tristeza, pero nada había que pudiese hacer para ayudar, porque se estaba dando cuenta de que él también se encontraba en su misma situación. Era otro giro en la vida de aquel muchacho que siempre había tratado de ayudar a todo el mundo y que ahora no sólo no podía ayudar a nadie, sino que dependía de la ayuda de los demás para sobrevivir.

Prosiguió su paseo y no lejos de allí, pudo divisar un pequeño parque de juegos para niños. Se dirigió hacia allí sin dudarlo, y observando a unos niños jugando en alguno de los columpios que había en aquel lugar bajo la atenta mirada de su madre, recordó sus comienzos en el orfanato con su amiga Sara, a la que tanto seguía añorando. También se percató que en uno de los bancos había un niño que parecía encontrarse solo, con un traje bastante estropeado, la cara sucia y los cabellos revueltos, y que parecía tener su misma edad. Hugo decidió acercarse y sentarse a su lado.

—Hola, ¿cómo te llamas? — preguntó al niño.

—Ismael — respondió, mirando a Hugo con timidez y sin apenas levantar la cabeza.

—Yo soy Hugo, ¿cómo es que estas aquí solo?

  1. —Aquí… bueno, mi mamá me deja aquí todos los días mientras ella va a trabajar, pero nadie juega conmigo — respondió Ismael con tristeza en su mirada.

—¿Pero si te aburres aquí por qué no te quedas en tu casa? — Hugo sentía curiosidad.

—No tenemos casa, mi mamá y yo vivimos en un garaje, y ella no quiere que me quede allí, dice que hay mucha humedad y que podría caer enfermo.

—Entiendo, ¿cómo es que tienes la cara así de sucia? ¿Tampoco tienes agua para lavarte? — quiso saber Hugo.

—Es que me he pegado con unos chicos — Hugo lo miró sorprendido y el niño, al verle la cara, le contó lo sucedido — Hay unos chicos mayores que casi todos los días se acercan a mí para quitarme el bocadillo que me hace mi madre cada mañana, son más grandes que yo y por miedo siempre se lo doy. Hace un rato, cuando empezaba a comérmelo, volvieron a intentarlo, pero hoy no quería dárselo porque tenía mucha hambre y acabaron pegándome.

Hugo se compadeció del muchacho y trató de ayudarle. Vio una pequeña fuente de agua en una esquina del parque y le indicó a Ismael que lo siguiera para que se lavase la cara y las manos, así su madre tampoco se daría cuenta de lo que allí había pasado. Después regresaron al banco.

—Bueno, esto ya está, pero no puedes seguir así Ismael.

—Yo no puedo hacer nada, esos chicos son más grandes que yo, y aquí nadie te ayuda — replicó el niño con fastidio — ¡si ni siquiera quieren jugar conmigo!

—¿Tienes hambre Ismael? — preguntó Hugo de pronto.

Ismael asintió con la cabeza avergonzado, entonces Hugo abrió su pequeña mochila y le entregó un bocadillo que le habían preparado en el orfanato para el camino.

—Gracias Hugo, pero tú también tendrás que comer ¿no? — respondió Ismael, cogiendo el bocadillo que Hugo le había ofrecido.

—No te preocupes por mí, aún me queda una manzana y yo no soy de comer mucho — respondió Hugo con una sonrisa, por un momento volvía a sentirse útil al poder ayudar a aquel pobre muchacho.

Hugo, con su gesto, hizo que la sonrisa apareciese de nuevo en el rostro de Ismael que momentos antes estaba tan triste por su situación, y no sólo por quedarse sin bocadillo a diario, sino porque se sentía completamente solo. Se quedó a su lado, charlaron un buen rato en aquel banco y estuvieron jugando en aquellos columpios el resto de la tarde, y eso que Hugo no era un niño al que le gustase mucho los juegos.

Las horas pasaron volando y la noche apareció sin previo aviso. La madre de Ismael regresó a por su hijo y se alegró mucho al ver que no había estado todo el día solo en aquel frío lugar. Le agradeció a Hugo el que hubiese estado acompañándolo durante todo el día, y entonces le explicó que le resultaba muy difícil desprenderse de su hijo para acudir a un trabajo muy mal pagado, pero que ésa era la única forma de que ambos comieran a diario. La señora le ofreció unas monedas para que pudiese comprar algo para comer, pero Hugo las declinó amablemente, porque ya se había percatado de cuánto necesitaba esa familia ese dinero para su subsistencia. Ismael se despidió de Hugo con un abrazo, se sentía tremendamente agradecido por el detalle que había tenido éste de haberse quedado con él todo ese tiempo y haber compartido sus juegos con él. Hacía muchísimo tiempo que nadie se acercaba para compartir nada con él.

Después de marcharse madre e hijo, y viendo que ya empezaba a anochecer, Hugo decidió tratar de buscar un sitio donde poder pasar la noche, porque la idea de pasarla en los bancos de aquella avenida no le hacía mucha gracia y más con el frío que hacía en el pueblo  al anochecer en otoño.

Hugo caminaba y caminaba, pero no lograba dar con algún sitio cubierto donde guarecerse. Sólo al llegar casi a las afueras del pueblo pudo observar una vieja taberna, en cuya parte trasera parecía haber una pequeña luz. Empezaba a tener mucho frío y decidió acercarse. Aquello parecía un pequeño establo, en su interior había un caballo en una minúscula cuadra y mucha paja esparcida por todas partes, además de algunos utensilios de granjero. Confió en que el sitio estuviese abandonado, ya que no parecía haber nadie por allí, se armó de valor y decidió entrar. La puerta estaba abierta, se adentró despacio y empezó a notar el calorcillo del lugar. Acercó un cubo de agua que había por allí hasta donde se encontraba el caballo y éste rápidamente comenzó a beber, el animal parecía estar sediento.

Después empezó a recoger el establo, barrió todo el suelo y ordenó lo mejor que pudo dadas las condiciones en las que se encontraba. Tras terminar el trabajo y viendo que nadie había aparecido en ningún momento, se hizo una pequeña cama con algunos sacos que se encontraban detrás de la puerta de madera y la paja, se comió la mitad de su manzana y dio el resto al caballo. Se acurrucó y poco a poco el sueño le fue venciendo hasta que se quedó profundamente dormido.

A la mañana siguiente, cuando aún estaba amaneciendo, un hombre entró en el establo y vio al muchacho acurrucado en el suelo. Lo primero que se la pasó por la cabeza es que podía ser un ladronzuelo que se había colado en su establo para robar, pero segundos después se percató de que su establo estaba limpio y recogido y aquello le sorprendió bastante. Hugo, al escuchar el ruido de la puerta de madera, entreabrió los ojos algo desorientado y sin reconocer el lugar. Apenas tuvo tiempo para darse cuenta de dónde estaba cuando el hombre preguntó mientras se acercaba a su improvisada cama:

—¿Qué haces aquí muchacho?

—Ho…, ho… hola, perdone que me haya colado en su establo, pero es que…es que necesitaba un lugar a cubierto donde pasar la noche y parecía que estaba abandonado, así que decidí pasar — intentó explicarse el muchacho, un tanto asustado por la presencia de aquel corpulento hombre que le estaba mirando de forma intimidante.    

—¿Tú has limpiado todo esto? — preguntó de nuevo aquel hombre relajando un poco el tono de su voz al ver cómo Hugo temblaba.

—Sí señor, también di de beber a su caballo que parecía estar sediento, y le di parte de una manzana que tenía — explicó Hugo ya poniéndose de pie, y sacudiéndose la paja de su ropa — pero no se preocupe, enseguida me marcho — le aclaró mientras recogía sus escasas pertenecías.

—Espera muchacho, quizás podríamos llegar a un acuerdo — dijo aquel hombre a Hugo, que ya se encaminaba hacia la salida. Le había sorprendido gratamente el haberse encontrado todo aquello limpio y ordenado sin que lo tuviese que hacer él mismo, y por aquella mirada limpia y azulada que tenía delante intuía que ante él se encontraba una valiosa persona.

—Usted dirá — se detuvo Hugo.

—Veamos… A ver… — le explicó el hombre — Este sitio no es mío, yo soy un simple empleado de la taberna, pero entre mis obligaciones está la de cuidar de la cuadra y del caballo, aunque la mayoría de las veces me resulta imposible. Por eso ayer me dejé la luz encendida y la puerta sin cerrar, porque cuando quise venir a dar de beber al caballo y ordenar un poco todo esto, llegaron varios clientes a la taberna y tuve que ocuparme de ellos, después se me hizo ya muy tarde y lo olvidé por completo. Entonces…, como el dueño de este lugar se ausenta por varios meses del pueblo, yo te puedo proponer que si tú te encargas de cuidar la cuadra, mantenerla limpia y tener al caballo atendido, yo te dejo dormir aquí por las noches, ¿qué te parece? — le propuso aquel hombre.

Hugo se lo pensó unos segundos antes de responder, no podía creerse la suerte que había tenido:

—Me parece justo señor, acepto encantado su propuesta — dijo el niño con una sonrisa en su rostro.

—Pero no podré ofrecerte comida muchacho, únicamente la ración del caballo y… no podrás estar aquí por el día, alguien podría verte y eso acabaría por meterme en problemas — le advirtió pesaroso por no poder hacer más por él.

—No se preocupe, me las apañaré, muchas gracias señor, es usted muy amable de verdad — dijo el chico loco de contento, abrazando a aquel hombre.

—De nada muchacho, por cierto soy Daniel, así que no me llames más señor ¿vale? — dijo Daniel con una media sonrisa al ver la felicidad del muchacho.

Daniel se despidió de Hugo, tenía que abrir la taberna y ocuparse de sus quehaceres diarios. Apresuró al muchacho para que saliera de allí y cerró la puerta de la cuadra con llave. Después escondió la llave en una rendija de la pared de piedra y le señaló a Hugo el lugar exacto para que pudiese encontrarla cuando regresase al anochecer, éste asintió agradecido de nuevo por el detalle.

Hugo volvió a caminar por aquellas calles que poco a poco empezaba a conocer, ya había amanecido pero seguía haciendo bastante frío. A pesar de eso, ese día estaba muy risueño porque acababa de descubrir que había gente solidaria en aquel pueblo, al contrario de lo que le había dicho Lucas el día anterior, y eso le hizo pensar en que la esperanza no se debe perder nunca y que las personas, por muy poco humanitarias que parezcan a veces, todas tienen su pequeño corazoncito.

Siguió caminando sin rumbo fijo y, al cruzar una de las calles, volvió a llevarse otra grata sorpresa. No podía estar seguro de que lo que estaba viendo era cierto o sólo una ilusión, porque en la entrada de una de las carnicerías del pueblo había una niña rubita cuyo rosto le resultaba muy familiar. A medida que se iba acercando comprobaba que lo que veía era real, y su rostro se iluminó por completo. Llegó hasta la niña y emocionado le puso la mano en el hombro para que ella se girase. Al encontrarse cara a cara, una tremenda sonrisa resplandeció en el rostro de la niña a la que se le escapó un grito de felicidad:

 â€”¡¡Hugo!! No puedo creerlo — exclamó Sara abrazándose fuertemente a él.

—Sara, es increíble, sabía que te encontraría tarde o temprano, ¡qué alegría! — dijo Hugo emocionado. Aquel abrazo duró más de lo esperado, ninguno quería soltarse por miedo a que aquel encuentro fuese sólo fruto de su imaginación. En ambos niños asomaban lágrimas de alegría incontenibles y sólo se rompió la magia cuando una señora con el pelo rubio y de rostro dulce se puso a la altura de los dos y preguntó con curiosidad:

—¿Qué está pasando? ¿Quién es este muchacho, hija? — se trataba de Mariana, la madre adoptiva de Sara, a quién miraba totalmente desconcertada después de haber presenciado aquella tierna escena.

—Es Hugo, el chico que estaba a mi lado el día que me adoptasteis —respondió Sara sin poder dejar de mirar a Hugo y sin soltarse de él del todo.

—Ahora lo recuerdo, es verdad, es el niño que tenía cara de travieso, el que no convencía a tu padre — la señora lo miró de arriba abajo y observó su aspecto descuidado. Su curiosidad aumentó — Y… ¿también te adoptaron pequeño? — preguntó.

—No señora, pero estoy bien, sé que mis padres vendrán en cualquier momento — respondió Hugo real-mente convencido.

—Ojalá sea así pequeño, las calles no son lugar para un niño de tu edad — dijo ella que aún no entendía como Hugo y otros niños, desde tan jóvenes tenían que sufrir esa situación.

—Mami, ¿me dejas ir un rato con Hugo al parque? — le preguntó Sara a su madre adoptiva casi suplicándole.

—Está bien hija, pero no os alejéis, que ya sabes que a tu padre no le gusta que te deje sola — le advirtió su madre.

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